Cuadernos de Viajero: de Segontia a Sigüenza

Acertó, el tren que cogió en Madrid-Chamartín-Clara Campoamor era el correcto.

El Viajero se apeó, a 140 km y 90 minutos de Madrid, en la estación Renfe de Sigüenza…

La primera visión de estos pueblos siempre le alegra el corazón al Viajero. No lo puede explicar, pero ahí está el pájaro que le aletea en el pecho, cuando se pierde en las callejuelas, entre piedras y farolas, bajo ese cielo azul, tan azul que le vienen ganas de quedarse a vivir allí para siempre…

Saguntino, saguntina. Así se les dice a los (las) naturales (¿naturalas…?) de Sigüenza. ¿Cómo se diría, si no?. ¿Sigüenteño, sigüenteña? ¡Ni modo! El Viajero piensa que los gentilicios importan, que le dicen mucho. Siempre los interroga, cuando llega a un pago nuevo.

Sigüenza es nombre reciente, relativamente, entre tantas piedras viejas. Mucho, muchísimo antes de que naciera Cristo, se llamaba de otro modo. No sabemos cómo, pero los romanos, cuando llegaron hasta aquí en el Siglo II antes del Mentado, la llamaron Segontia. Y de allí, andando el tiempo… Sigüenza.

Había gente viviendo aquí, claro, cuando llegaron los romanos. Eran celtíberos, de la tribu de los arévacos, que los conquistadores llamaron… saguntinos. Y fueron romanizados, quisieran o no (más bien no, pero bueno, Roma era Roma y punto)

Segontia significa, dicen, «la que domina el valle»… ¿qué valle?, pregunta el Viajero. ¡Pues el del alto Henares, hombre, que corre bien cerca!

¿Y por qué se vendrían hasta aquí los romanos, a romanizar a los saguntinos? ¡Por la ubicación, claro!… punto alto, defendible, estratégico, cuña entre los ríos Dulce y Salado, cabeza de un valle fértil, etc., y… por la sal. ¿La sal? Sí, la sal. Que extraerían del río Salado, supone el Viajero. Bueno, no exactamente, más bien de las salinas del río Salado, como las de Imón, al NW de Sigüenza.

Además, Saguntia (es decir, Sigüenza) venía a quedar justo en plena vía romana, a medio camino entre Mérida y Zaragoza, la más importante y transitada de la Hispania Romana toda. No hay vuelta, los arévacos saguntinos estaban condenados, sí o sí, a ser… ¡romanizados!

A propósito, lo de la sal fue asunto serio: devino motor principal de la economía saguntina durante siglos, hasta principios del XX, cuando se acabó el negocio y cerró la última salina.

Sal… y resina, de los pinares infinitos que rodeaban la ciudad, pensó el Viajero, catando una bota de vino tradicional, de las de piel con el pelo hacia adentro y untadas con pez (de pino, claro) en su interior.

– Ésta le queda más en cuenta, y es mucho mejor, de neopreno y látex por dentro…

– Pues creo que me gusta más ésta…

– La de piel sólo le vale para agua y vino, la de látex es mejor, puede usarla con gaseosa.

– ¡Pero yo sólo la quiero para vino, o agua a veces, que otra cosa no tomo!

– Justo ésa no se la puedo vender, que es la muestra…

– Vale, entonces no llevo nada.

Hablando de siglos, más de seis se quedaron los romanos en la península (y hasta siete, si contamos a los romanos de oriente, los bizantinos) Tras ellos, se avecindaron los visigodos, y después los musulmanes. Celtíberos-Romanos-Visigodos-Musulmanes, un estribillo de mil quinientos años que es denominador común en buena parte de la meseta.

Volviendo a Sigüenza, en algún momento del Siglo VI se estrenó oficialmente el catolicismo, de la mano de  Protógenes (se llamaba así, qué le vamos a hacer), el  primer obispo conocido de la ciudad. Seguramente habría ya cristianos por aquí, desde bastante antes, aunque no esté bien documentado.

Pero un par de siglos después, la cruz quedó de capa caída, con la invasión de los mahometanos desde África…  Los de Alá se quedaron en Sigüenza hasta 1124, nada menos, cuando Bernardo de Agen (monje cluniacense, guerrero, obispo y señor feudal: todo en uno, típico de la época) los expulsó, militarmente hablando, y repobló la zona con cristianos.

Los musulmanes «civiles» que permanecieron viviendo en Sigüenza (qué más remedio, ¿adónde vamos a ir?) pasaron a ser ciudadanos de segunda, y a denominarse mudéjares (que significa «a los que dejan quedarse», o algo así, en árabe)

Excelentes alarifes (albañiles y constructores, diríamos ahora), artesanos o agricultores. Se tuvieron que acomodar en el arrabal de la ciudad, en la llamada «morería», justo al lado de los otros segregados de siempre, los judíos, que vivían en… la «judería», claro. Dos barrios vecinos, pero nunca entreverados (que A es A, y B es B), extramuros de la ciudad.

En fin, que tan satisfecho estaba Alfonso VII con la gesta de Bernardo de Agen, que en 1138 le concede el señorío de Sigüenza y su alfoz. Señorío que ejercieron Bernardo y las decenas de obispos que lo sucedieron, a lo largo de casi seis siglos y medio.

La imponente Catedral segontina fue (y es) sede de su autoridad espiritual, al tiempo que el no menos imponente castillo materializó la dimensión político-militar de este poderoso señorío episcopal, que incluso llegó a contar durante tres siglos y medio con su propia Universidad, un precedente cercano de la mucho más conocida Universidad Complutense.

Los libros del Viajero

Noticias insólitas del antiguo Obispado de Sigüenza. Pedro A. Olea Álvarez. Colegio Nuestra Señora de la Antigua, 2016.

Sigüenza. Una ciudad medieval. Antonio Herrara Casado. Aache, 2009.

Doña Blanca de Borbón. La Prisionera del Castillo de Sigüenza. Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo. Aache, 1998.

Guía de campo de los castillos de Guadalajara. Antonio Herrera Casado. Aache, 2019.

Créditos

Texto y fotografías: mtvigueret.

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